sábado, 31 de octubre de 2009

Decálogo de la labor en equipo

Para mí, trabajar en equipo es todo un arte y requiere de una combinación de factores que involucra a cada uno de los miembros y participantes. Si, además, nos encontramos en un entorno laboral, el bien común y el fin más elevado al cual servimos tienen preeminencia sobre los intereses individuales y, por ende, hacen todavía más necesaria la existencia de buenas y rectas relaciones humanas.

En mi experiencia particular, la base de todo trabajo en equipo subyace en la actitud de cada persona. No existen fórmulas infalibles cuando de relaciones personales se trata, pero he aquí algunas ideas básicas para mantener la adecuada relación de respeto mutuo entre las partes que es necesaria e indispensable para el éxito de los procesos laborales.

Los mejores equpos con los que he trabajado en mi vida comparten algunas de las siguientes características:
  1. Un respeto profundo y genuino por las opiniones, aportes, trabajo e intereses de los demás.

  2. Una actitud de solidaridad y apoyo mutuo en las tareas que a cada uno le corresponden (no es indulgencia ni asumir tareas ajenas, es buena disposición para ser útil cuando un compañero lo necesita).

  3. El desalojo absoluto y radical de cualquier asomo de competencia, autocomparación con los demás y deseos de imponer su propia visión. Esto también incluye desterrar la actitud de «yo y solo yo lo sé todo».

  4. Altruismo (destierro de todo egoísmo): compartir con los demás aquello que uno sabe que les va a ser útil. No tratar el conocimiento como si fuese un "bien" que debo atesorar a toda costa: el dinero que se da, se gasta; el conocimiento que se da, se multiplica.

  5. Hacer a un lado las emociones personales y concentrarse en las rectas relaciones laborales y profesionales. Las críticas se hacen sobre el trabajo realizado, para nada son alusiones personales de quien las emite hacia quien realizó la tarea.

  6. Frialdad y distancia para el análisis y el trabajo, condimentada con fraternidad en las relaciones con otros.

  7. Un interés sincero y genuino en lograr que el proyecto se cumpla.

  8. Hacer cada quien lo que le corresponde y dejar a los demás hacer lo suyo. (Por supuesto, no distraerse en no hacer lo que le toca a uno por estar diciéndole a los demás lo que les toca a ellos).

  9. Soluciones oportunas a los problemas inmediatos. (No dejarse arrastrar por el vicio de quedarse dando vueltas en la criticadera).

  10. Disposición a reconocer el error (propio o ajeno) como lo que es: algo que debe ser corregido y punto. Sin pataletas, berrinches, resentimientos, auto o mutuo-juzgamiento, ni pereza.

  11. Atención constante al calendario de trabajo.

  12. Deseos perpetuos de mejorar lo que está hecho, sin irrespetar el criterio del resto de los miembros del grupo.

  13. Capacidad de negociar y ceder cuando las relaciones humanas son más importantes que un detalle insignificante en comparación.

  14. Exiliar la pedantería, la arrogancia y la vanidad.

  15. Usar siempre las palabras mágicas de las relaciones humanas: «por favor», «gracias», «muy bien hecho», etcétera.

  16. Buen sentido del humor para aliviar las situaciones más tensas.

  17. Hablar las cosas de manera directa, transparente y sin ambages, pero con suavidad y diplomacia. (Nada de comentarios ocultos ni «puñaladas por la espalda»).

  18. Favorecer la unidad, el compañerismo y la inclusión de todos los miembros del equipo laboral. En este sentido, alejarse y desdeñar las actitudes de separación, la creación de «grupitos» y de «solo ando/hablo/vivo/velo con/por los míos» (en un entorno profesional, la separatividad es imperdonable; en el entorno personal, que cada quien ande con quien quiera).

  19. Anteponer el bien del grupo y de la labor profesional de servicio que ha sido encomendada antes de los intereses personales. Quien, en un entorno laboral, anteponga sus intereses individuales y egoístas, haría mejor con renunciar y dejarle su lugar a alguien más comprometido con la causa para la que se le está remunerando económicamente.

  20. Recta y buena actitud; o como dicen por ahí: «a un empleado se le puede perdonar todo (porque todo es remediable: la capacidad, el entrenamiento, la ignorancia) excepto las faltas de actitud».

La edición: una labor de equipo

La figura clásica del editor es la de alguien al teléfono, coordinando procesos, concertando esfuerzos, mediando entre las partes y, por supuesto, con una gran mesa rodeada de libros, obras de referencia y lapiceros rojos.

La labor editorial no es solitaria; por el contrario, es la confluencia de muchos actores lo que la hace posible. En la edición literaria, el escritor se encuentra más o menos al inicio de la cadena. En la edición técnica y, dentro de esta, en la académica con fines didácticos, el proceso se inicia varios años antes de llegar a la mesa de producción, en el seno de una escuela o programa académico, en un ministerio o una dependencia curricular. El planeamiento de unos contenidos, de una metodología, de unos enfoques es el primer paso para el esqueleto de lo que luego llegará a ser una obra didáctica.

Pasa por muchas manos hasta que por fin llega a la mesa editorial, en donde la escritura y la revisión son procesos casi simultáneos, paralelos y continuos; conjuntamente se va formando la obra con un respeto por el diseño curricular al que debe responder y con la asesoría de diversos participantes, incluidos los especialistas de contenidos, los asesores lingüísticos, los artistas gráficos y, en el moderno mundo de muchos medios, los colaboradores de cualquier producto multimedial, electrónico o audiovisual que pueda estar ligado a la obra didáctica.

¿Cuáles son los retos de una labor en donde tantos brazos deben participar? En casos así, es necesario primero «hacer equipo» (más allá que «grupo») y después laborar conjuntamente. Y cada equipo, una vez conformado, ha de recordar siempre a quién sirve y para qué existe. Si se editan obras académicas didácticas, su labor está al servicio de la institución y, a través de esta, de sus estudiantes. Por lo tanto, lo que tenemos a nuestro cargo no es un «feudo» de nuestra propiedad personal, sino que conformamos una célula al servicio de un propósito más elevado. Que el editor y su equipo no olviden nunca para quien laboran: porque no es para sí mismos.

La labor editorial: una oportunidad de servicio

La etimología latina de la palabra edición es edere, ‘dar a luz’, ‘parir’. Quien edita está constantemente «pariendo», «dando a luz», aportando de su misma sustancia a la formación del texto por publicar. (¿O acaso hay dos tipos de editores: el editor-partera y el editor-madre? La edición tradicional, ciertamente, se haya más del lado de la partera; los editores fungen de comadronas porque la criaturita les llega ya formada. Pero, ¿y los otros?, quienes toman un texto desde antes de que exista, desde antes de que se haya contratado a quien deberá crearlo?).

Estoy evitando aquí, conscientemente, el uso de la palabra «trabajo» porque deriva de un instrumento de tortura medieval: el tripalium. En cambio, propongo la palabra labor, ligada a la muy antigua tarea de labrar la tierra, sembrar la semilla. El quehacer editorial es, así, una labor (siembra) de darle forma y sustancia al texto (gestación-parto), una forma física para que pueda ser tocado, acariciado, visto por otros, por el otro. Y es precisamente ese otro el que el editor no puede nunca dejar de considerar: todos nuestros esfuerzos tienen como fin último eliminar todo cuanto pueda ser un estorbo en la lectura y, para ello, es necesario imaginarlo, soñarlo, conocerlo, prever sus necesidades, deseos e inquietudes.

¿Y cuál es la función del editor si el otro es, además, un estudiante, una persona que se acerca a un texto porque quiere/debe/necesita aprender y, más aún, autoaprender?

En estos casos, la responsabilidad es todavía mayor. El error de un libro no se repite una, sino muchas veces, como bien denunciaban los monjes medievales cuando, nostálgicos desde su scriptorium, se rehusaban a aceptar la innovación de la imprenta. «¿Cómo conoceremos ahora la verdad?», preguntaban «¿ahora que ya no podremos comparar las diferencias entre los manuscritos para saber cuál es la verdad? Ahora el error se repetirá no una sino muchas veces; enmendarlo será imposible».

El error que un editor dedicado a la producción de libros de texto, en cualquiera de su niveles (escolar, enseñanza diversificada o universitario), tiene repercusiones tangibles: se está jugando el aprendizaje del otro, su desempeño, su nota, sus sueños. Está poniendo en riesgo los muchos esfuerzos y sacrificios que un individuo realiza para poder estudiar y que un Estado sostiene con la visión de que el gasto público en educación es la mejor inversión en el futuro del país.

Por eso, quienes laboran en la edición de obras académicas tienen al mismo tiempo una gran responsabilidad y una gran oportunidad: la responsabilidad de poner su empeño en lograr la mejor obra posible para sus estudiantes; la oportunidad de aportar una semilla en la formación de la próxima generación de ciudadanos y líderes del país.

La edición académica con fines didácticos

La edición de obras académicas con fines didácticos, o como la vamos a llamar aquí, la edición académica didáctica, pertenece al campo de lo que en la terminología editorial norteamericana (ya adoptada por la industria editorial argentina) se conoce como edición técnica. A grandes rasgos, la edición técnica es todo proceso editorial cuya finalidad sea la publicación de una obra no literaria (Schriver, 1997; Piccolini, 2002: 119). En la edición técnica se incluye una gran variedad de productos escritos, tales como manuales de uso, formularios y documentación oficial, recetarios de cocina y, lo que es de nuestro interés aquí, los libros de texto u obras de carácter didáctico.

De acuerdo con esta definición, la edición académica a secas también entra en el campo de la edición técnica. También aquí conviene hacer una delimitación conceptual. La escritura académica propiamente dicha es aquella inscrita en el campo de un entorno académico. Carolina Figueras y Marisa Santiago, en su ejemplificación de distintas modalidades de escritura académica, distinguen al menos cuatro: libro de texto, artículo especializado, examen y artículo de investigación (2000: 23). Le podemos añadir, aunque estén en el límite entre la escritura académica y la estrictamente científica, los informes de investigación y las tesis de grado y posgrado. Todas estas modalidades de escritura son muy distintas entre sí y, de ellas, incluso algunas no alcanzan nunca la mesa de un editor, como son los exámenes y, en cierta forma, las tesis (excepto cuando se ha determinado su publicación).

Ahora bien, los procesos editoriales que se siguen para una obra científica, divulgativa o académica no realizada con fines didácticos son muy distintos a los de una obra didáctica. En el ámbito costarricense, muy a menudo, la función del editor, en estos casos, se reduce a coordinar el proceso de publicación, que incluye la contratación de un corrector de estilo, los artistas gráficos (diseñadores, ilustradores, fotógrafos) y los procesos de impresión.
En casos como estos, una industria del libro todavía incipiente como la nuestra no distingue entre el publisher y el editor (léase en inglés); ambos parecen una y la misma figura: un mediador entre el autor y la puesta en circulación de su texto (Pérez, 2002: 69).
La edición de libros de texto, en cambio, se realiza mediante un complejo proceso editorial que implica acciones sucesivas con varios niveles de complejidad y profundidad.

Para comprender las diferencias, conviene mencionar algunas características de la obra didáctica:

  • Debe estar concebida, diseñada y escrita para cumplir un plan de estudios definido, estructurado y previamente diseñado en sus contenidos curriculares. Responde a objetivos, lineamientos, metodologías y contenidos cuya aprobación se produce en instancias ajenas al aparato editorial propiamente dicho. Por lo tanto, responden a un plan de contenidos previo, no elegido libremente por el autor.
  • Debe considerar las características del público al que se dirige, el nivel formativo en el que se encuentra y las políticas institucionales o de línea editorial a las que responderá la obra.
  • Debe incluir herramientas para facilitar los procesos autorregulados de enseñanza-aprendizaje, a partir de ejemplos, palabras clave, recursos y ayudas didácticas, una redacción clara y de carácter expositivo, ejercicios y actividades sugeridas, figuras e ilustraciones, vocabularios y glosarios y cualesquiera recursos que puedan considerarse pertinentes y necesarios para la adecuada exposición y aprehensión de los contenidos de la obra (para un cumplimiento eficaz del diseño curricular).
  • Debe darle prioridad a la claridad expositiva y la comprensión de los temas, aunque para esto deba sacrificar algunos recursos retóricos propios del discurso científico. Así, enfoques o aproximaciones de la exposición que se considerarían imperdonables en una obra estrictamente científica, son licencias necesarias en las obras didácticas (como ejemplos y digresiones); mientras que el discurso científico normal (argumentativo y demostrativo) puede resultar pesado y hasta contraproducente en la escritura con fines didácticos (Figueras y Santiago, 2000: 23).
  • Aun cuando el discurso mediado tiene prioridad sobre el científico, los contenidos deben ser veraces, comprobables y científicamente sustentados; por lo tanto, requieren de la participación de especialistas en contenido para revisar la exactitud de la información y la pertinencia de la metodología de enseñanza-aprendizaje elegida (mediación).
Dados los requisitos de las obras académicas con fines didácticos, se requiere de un equipo multidisciplinario y multifuncional que pueda cumplir las fases de la edición académica. Es aquí en donde la figura del editor académico aparece como un actor clave del proceso.
La terminología en nuestra lengua española en el campo de la edición todavía está en proceso de delimitación, puesto que tradicionalmente, la palabra editor se ha empleado para referirse a eso que en la industria del libro norteamericana se conoce como publisher; mientras que las figuras del editor y del copyeditor ni siquiera tienen un equivalente en español que haya salido de un ámbito muy especializado.

Para tratar de clarificar los subprocesos editoriales que entran en juego en la edición de obras académicas, propongo que sigamos la siguiente nomenclatura:
  • Casa editorial (publisher): la empresa editorial o institución que asume los costos de publicación, comercialización y mercadeo de la obra.
  • Director editorial: la persona o encargado que define la línea editorial y las obras por publicar (cuando hay un consejo editorial, es quien ejecuta sus decisiones), mantiene una relación cercana con los departamentos de mercadeo y comercialización (o bien, toma él mismo estas decisiones), se encarga de la búsqueda y contratación de autores. Las funciones exactas de un director editorial varían según el tamaño y características de la casa editorial.
  • Editor: es el encargado de acompañar todo el proceso de edición, desde el momento en que el autor ha sido asignado hasta su salida de los talleres de imprenta. Por lo tanto, asume dos tipos de tareas: coordinación y edición. En tanto coordinador, vigila los plazos de entrega, está en contacto con los miembros del equipo y vela por que se cumplan todas las fases del proceso. En tanto editor propiamente dicho, se encarga de la lectura y revisión del material y, en general, de todos los pasos necesarios de la preparación del texto. El nivel de profundidad con que intervenga depende del tipo de obra que edite.
  • Corrector de estilo: sigo aquí la propuesta de traducción de Carmen Barvo para el término inglés copyeditor. A este tipo de corrección también se la denomina preparación del original o preparación tipográfica. Esta fase se concentra en la revisión tipográfica y ortotipográfica, la corrección gramatical, la claridad en la comunicación (precisión terminológica y sintaxis), la mejora de la expresión escrita y de la organización sin alterar sustancialmente la estructura ni reescribir. En el medio costarricense, la mayor parte de estas correcciones las asume el filólogo.
  • Corrector de pruebas: realiza lo que en inglés se llama proofreading. Realiza la corrección tipográfica; detecta errores mecánicos y erratas; verifica la corrección gramatical; revisa que todos los elementos gráficos estén bien utilizados según el diseño seleccionado; señala ríos, calles, huérfanas, viudas y otros errores de la maquetación final. El corrector de pruebas se encuentra en una de las fases finales del proceso de edición.
En una obra literaria o académica normal, la intervención del editor llega hasta donde el autor se lo permita (Pérez, 2002: 71). En una obra académica didáctica, pocas veces se tiene el privilegio de encontrar especialistas en contenido (criterio principal para su selección) que además tengan entrenamiento o experiencia como escritores (Piccolini, 2002: 122). Por esa razón, la labor del editor académico es extensa e implica varios subprocesos de edición.

Maeve O’Connor propone dos niveles de edición: la edición creativa y la que aquí llamaremos edición profunda (substantive editing). La primera implica señalar cómo y dónde es pertinente reorganizar, expandir o condensar el texto, para lograr una exposición más clara de las ideas. “La edición profunda significa asegurarse de que los autores han dicho lo que querían decir tan clara y correctamente como sea posible. Esto usualmente se hace al mismo tiempo que la edición técnica e incluye correcciones de gramática y ortografía, hacer sugerencias menores acerca de la reorganización, expansión o condensación del texto y sugerir cómo los títulos, palabras clave, resúmenes, estadísticas, tablas e ilustraciones pueden presentarse mejor y cómo el estilo puede ser revisado para proporcionar la mayor claridad y precisión” (1979: 41). En síntesis, “Un editor es mucho más que un corrector de estilo cuando se hace cargo de un proyecto en particular. Es quien ayuda a encontrar la mejor estructura y el mejor tono; compila, redacta, corrige, sugiere, corta, equilibra un texto” (Pérez, 2002: 70).

El editor académico, además, proporciona sugerencias sobre las imágenes, figuras y tablas que acompañan al texto, la mejor manera de reforzar los conceptos y los recursos didácticos que puedan ser necesarios.

En la práctica de la edición académica didáctica, el editor académico tiene la responsabilidad de acompañar la obra en todas las fases de la edición. Así, inicia desde la asesoría en la creación del plan de la obra a partir del diseño curricular; realiza la edición creativa y la profunda y, finalmente, debe asumir también la corrección de pruebas. Únicamente el proceso de corrección de estilo (copyediting) suele compartirse con un profesional en filología para que realice una asesoría lingüística calificada (en aquellos casos en que el editor académico no tenga la formación o la experiencia para realizar esta función por sí mismo).

La edición académica con fines didácticos es, como puede verse, una de las formas más complejas de edición. Su recompensa, sin embargo, lo merece: la realización de obras didácticas diseñadas para ser leídas y releídas, estudiadas, comprendidas y aplicadas. Una obra didáctica se escribe para ser utilizada, exprimida, aprovechada hasta su último párrafo, con el menor esfuerzo posible por parte del lector en cuanto a decodificación y usabilidad. Uno de los máximos logros de un editor académico es contribuir a la realización de textos claros, comprensibles, didácticos y, no por ello, menos profundos y bien sustentados. De esta forma, su labor es más que un trabajo remunerado: es un servicio en la formación ciudadana costarricense de uno de los proyectos más exitosos en la educación inclusiva y democrática en América Latina y, desde luego, en la historia de este país.

Bibliografía consultada y referencias
Barvo, Carmen. (1996). Manual de edición. Guía para autores, editores, correctores de estilo y diagramadores. Santafé de Bogotá: Centro Regional para el Fomento del Libro en América Latina y el Caribe.
Martínez de Sousa, José. (1993). Diccionario de bibliología y ciencias afines. Madrid: Fundación Germán Sánchez Ruipérez.

Martínez de Sousa, José. (1999). Manual de edición y autoedición. Madrid: Ediciones Pirámide.
Figueras, Carolina y Santiago, Marina. (2000). “Capítulo 1: Planificación”. Montolío, Estrella, coord. Manual práctico de escritura académica. Vol. 2. Barcelona: Editorial Ariel.
Sullivan, K. D. y Eggleston, Merilee. (2006). The McGraw-Hill Desk Reference for Editors, Writers, and Proofreaders. New York: McGraw-Hill.
O’Connor, Maeve. (1979). The Scientist as Editor. Guidelines for Editors of Books and Journals. New York/Toronto: John Wiley & Sons.
Pérez Alonso, Paula. (2002). “El otro editor”. Sagastizábal, Leandro de y Esteves Fros, Fernando, comps. El mundo de la edición de libros. Buenos Aires: Paidós.
Piccolini, Patricia. (2002). “La edición técnica”. Sagastizábal, Leandro de y Esteves Fros, Fernando, comps. El mundo de la edición de libros. Buenos Aires: Paidós.

domingo, 25 de octubre de 2009

Cultura de la corrección: mostrar el error es amar, no criticar

Cuando de corrección se trata, se conjugan múltiples factores en la reacción de las personas ante el señalamiento de un error: traumas creados en la escuela, la creencia falsa que ser hablantes de una lengua los hace expertos en sus reglas y sutilezas y, sobre todo, el peso cultural que puede existir debido a la conceptualización del error y la crítica ajena dentro de su sociedad.

Una manera de buscar el balance en el campo de la corrección es promover una actitud saludable ante el error y el cambio; en otras palabras, promover una «cultura de la corrección». El respeto mutuo y el amor al trabajo bien realizado son dos factores clave en el éxito del proceso de leerse y corregirse mutuamente.

Finalmente, se requiere despojar al error de aquellos componentes emocionales y personales que nos hacen caer en la creencia falsa de que criticar el producto es criticar a la persona. El solo hecho de ver el error a tiempo de enmendarlo es una oportunidad para mejorar cuando estamos a tiempo, en lugar de lamentar los errores cuando ya mucho dinero y tiempo se han perdido.

Así, la crítica y el señalamiento del error dejan de experimentarse como un ataque a la persona o un intento malintencionado de acabar con un proyecto; en su lugar, nos encontramos con la verdadera crítica constructiva: vemos el error y lo evidenciamos para que la persona responsable pueda tomar las medidas correctivas de manera inmediata, cuando todavía existe la oportunidad, cuando aún no se han producido pérdidas económicas ni daños a terceros (los lectores). Ver el error al tiempo es nada más (y solamente) el primer paso para corregirlo.

Laberinto de erratas: los muchos niveles de la corrección

La palabra corregir se relaciona con la rectitud. Nos transmite la idea de tratar de hacer "recto" aquello que todavía no lo está, literalmente, de "rectificar". La rectitud se mide con la regla, el instrumento que a un mismo tiempo nos sirve como punto de comparación y de medición. Sin la regla como punto de referencia, no existe posibilidad de determinar en dónde hay carencia de "rectitud".

La corrección como oficio de la palabra, inevitablemente, tiene también sus reglas o puntos de referencia desde donde podemos determinar si hay algo carente de rectitud; algo que, por ende, necesita "corrección". La regla, como punto de referencia, no debe confundirse con la rigidez y la falta de sensatez. Una regla debe ser lo suficientemente firme como para poder cumplir su función adecuadamente y lo suficientemente flexible como para no quebrarse en el proceso. La inmensa cantidad de reglas que una lengua tiene a menudo ha contribuido a difundir la imagen del corrector que es un "policía de la palabra", como si un error fuera el equivalente a un delito, juzgable y punible.

La corrección, en el campo de la comunicación impresa, tiene muchos niveles, aunque todos trabajan con la palabra, la escritura y la letra misma (o los signos gráficos). Antes de iniciar una corrección, los términos de la tarea han de ser muy claros: ¿Es necesario revisar el orden de las ideas, la propuesta de la información, el desarrollo de los temas, la selección misma de contenidos? ¿Se debe corregir la comunicación, la expresión, la manera de entregar la información y las ideas? ¿Se debe arreglar la escritura de acuerdo con las reglas generales de formación de oraciones, palabras, frases y párrafos la lengua utilizada (sintaxis y morfología)? ¿Se deben rectificar todos los errores sígnicos propiamente dichos, como la ortografía, la ortotipografía y las erratas?

Hay etapas en la corrección en las que es imposible hacer una distinción entre los diversos niveles: hay tanto pendiente y todo debe ser atendido y meditado. A lo sumo, asumimos prioridades y elegimos las primeras batallas. La sintaxis tiene prioridad sobre la ortografía; la expresión comunicativa sobre la sintaxis. Conforme se va avanzando, conforme los primeros borradores, a fuerza de martillazos y carpinterías (como denomina Gabriel García Márquez a este proceso) se van transformando en un material legible y, ¿quién sabe?, hasta disfrutable, la corrección comienza a atender cada vez más el detalle y menos la estructura.

Cada corrector se especializa en algún nivel. Hay quienes aman el trabajo inicial, con sus retos de estructura y estrategia; mientras otros han refinado su capacidad para detectar hasta el mínimo detalle en la letra menuda: capturan la errata, la falta de acento, el punto mal colocado, la línea ausente, los guiones abusivos, los ríos y calles de las versiones cuasi finales...

Finalmente, cuando el texto ha pasado por muchas manos rectificadoras (del autor al editor, del editor al corrector de estilo, del corrector de estilo al de pruebas), llega el momento de tomar la decisión de finalizar la corrección, aun a sabiendas de la existencia de duendecillos malvados camuflados entre los párrafos dispuestos siempre a dejar un error en la primera página que vamos a abrir en el primer ejemplar salido de la imprenta. Aún conociendo esto, los muchos correctores seguimos haciendo nuestro trabajo porque cada error hallado es un error menos y un segmento de línea recta más para acercar nuestro producto al ideal con que lo comparamos.

Día del corrector: en honor a Erasmo

Leer, tachar, corregir, volver a leer, volver a tachar, volver a corregir, mirar un instante al vacío y recomponer la frase, imaginar cómo se leería/escucharía/saborearía si le cambiamos esta palabra, si le añadimos este conector, si le facilitamos la vida a quien lee al eliminarle estorbos y tropiezos del camino... Corrigen el autor dedicado y el editor entrenado; corrige quien ama su trabajo y se compromete, por amor, con la perfección y la belleza, aun cuando sepa, con toda certeza, que ambas son ideales casi imposibles; corrigen, dicen por ahí, los filólogos y profesionales de la lengua cuyo entrenamiento, aseguran las malas lenguas, es suficiente para ejercer el oficio; corrige, en fin, quien decide no ser indiferente ante las palabras que ven sus ojos y que sabe, verán los de muchos otros.

Cuentan las biografías legendarias que Erasmo de Rotterdam se ganó la vida como corrector en aquella época en que la imprenta de tipos móviles estaba en su primer siglo de vida. Es por eso que su natalicio, 27 de octubre, ha sido declarado el Día del Corrector. Me imagino a Erasmo, en su mesa de trabajo, con ese genio que le ha hecho sobrevivir a través de su obra más de cinco siglos, padeciendo cada corrección de un texto estulto, vacío, lleno de erratas, texto hijo de un autor con más ego que talento; Erasmo tratando de perfeccionar lo imperfectible... En sus propias noches de indignación, tras leer por disciplina y necesidad páginas y páginas de palabrería vacía, en esos momentos de máximo hastío y desesperación, me imagino a Erasmo garabateando el primer borrador de los párrafos de su célebre y todavía palpitante Elogio a la estulticia (mejor conocido como Elogio a la locura), en que la Estulticia toma la palabra y se adula a sí misma. En este fragmento extraído del apartado que el editor ha nombrado "Los poetas, los retóricos y los autores de libros", nos ha quedado una huella documental, sin duda autobiográfica, del trabajo de corrección que alguna vez realizó el propio Erasmo.

De la misma laya son los que, publicando libros, quieren alcanzar fama imperecedera, todos los cuales es mucho lo que me deben [a la Estulticia], y, singularmente, aquellos que embadurnan el papel con puras majaderías, ya que a los que escriben doctamente y para unos pocos entendidos, hombres que no temerían ni aun las críticas de Persio y Lelio, más bien los tengo por dignos de lástima que por dichosos, puesto que se hallan sometidos a un perdurable tormento; en efecto, añaden, modifican, suprimen, vuelven a escribir lo que habían tachado, insisten, rehacen, aclaran, guardan el manuscrito los nueve años de que habló Horacio antes de decidirse a publicarlo, y ni aun así están jamás del todo satisfechos. La vana recompensa de merecer las alabanzas de unas cuantas personas cómpranla a fuerza de vigilias, con grave detrimento del sueño, don dulcísimo sobre todas las cosas y a costa de fatigas y de martirios, a lo que hay que agregar el menoscabo de la salud, ruina del cuerpo; la oftalmía y aun la ceguera, la pobreza, las rivalidades del oficio, la abstinencia de los placeres, la vejez anticipada, la muerte prematura y otros sufrimientos por el estilo, males todos que el sabio juzga compensados con obtener la aprobación de algún que otro pelagatos como él.

En cambio, el escritor que me es devoto es más feliz cuanto sea más insigne su extravagancia, porque, sin necesidad de pasar las noches en vela, todo cuanto se le viene a las mientes, todo cuanto afluye a su pluma y todo cuanto sueña lo pone en seguida por escrito con solo un pequeño gasto de papel, no ignorando que, en el porvenir, aquel que mayores necedades haya escrito será el preferido por los más, es decir, por los indoctos y por los estultos. ¿Qué le importa a él que le desprecien tres o cuatro sabios, caso de que le lean? ¿Qué significarían el parecer de estos ante la muchedumbre que lo aclama?
Rotterdam, Erasmo de. (1508). Εγχωμιον μοριας, seu laus stultitiae. [Elogio a la locura. Tr. Julio Puyol, 2001, Madrid, España: Mestas], p. 115.

sábado, 17 de octubre de 2009

Ruido en la comunicación: texto e imagen

El ruido, desde el punto de vista de la teoría de la comunicación clásica, es cualquier interferencia presente en el medio de transmisión que pueda resultar en una pobre o nula captación del mensaje. El nombre a este fenómeno se le dio durante la época en que la radio y el teléfono eran las tecnologías de comunicación por excelencia, en donde la transmisión podía verse invadida por, literalmente, “ruido” que hacía imposible comprender las palabras del interlocutor.

Las tecnologías y los medios de comunicación han evolucionado y mutado continuamente desde entonces. De esta manera, el término, cuya analogía básica sigue siendo válida, ha invadido otros medios de comunicación no auditivos, como la documentación impresa. Karen A. Schriver, en su obra Dynamics in document design, cita las siguientes palabras de Schutte y Steinberg, que nos dan un panorama sobre la expansión del concepto de ruido:

Algunos teóricos de la comunicación han ampliado la metáfora para incluir casi cualquier cosa que pueda interferir o distorsionar un mensaje o distraer a la audiencia, incluyendo aspectos del propio mensaje. Así, por ejemplo, la verbosidad puede ser considerada ruido y distorsiona el meollo de la información que el mensaje tiene la intención de portar, o si distrae o le impide al lector comprender el mensaje […]; en este sentido, cualquier estructura gramatical pobremente elegida que interfiere con la apropiada transmisión de una idea puede ser “ruido”: en lugar de reflejar una idea y reforzarla, una estructura gramatical inadecuada crea una disonancia y trabaja en su contra. De manera similar, una composición inadecuada de una página o incluso una tipografía mal seleccionada puede crear disonancia y, por lo tanto, funcionar como “ruido” (Schutte and Steinberg, 1983: 27-28; citado por Schriver, 1997: 7).

Hay momentos artísticos de la historia en que el ruido ha sido buscado y propiciado, como el rococó y muchas obras del barroco. Sin embargo, si bien el campo artístico mucho o todo puede encontrar alguna justificación estética, en la creación de cierto tipo de documentación y de obras, el ruido es un pecado imperdonable debido a sus consecuencias.

Las consecuencias de un documento ruidoso pueden ser nefastas, tanto para quien las lee como para quien las produce (pérdidas millonarias en libros no vendidos, además de todo, devengando costos de bodegaje). Para un estudiante, ¿qué implicaciones puede tener el no poder acceder a la información de su libro o texto debido al ruido visual o a un discurso pobremente desarrollado? Desde las más sencillas, como perder valiosísimas horas de estudio nada más tratando de discernir lo valioso y medular de lo puramente accesorio, hasta el fracaso rotundo en sus procesos de aprendizaje y evaluación.

Esta reflexión no debe llevarnos al extremo: un texto sin figuras, sin blancos, sin ejemplos tampoco es la solución a los problemas. El “libro-ladrillo” (una sola columna, un interlineado mínimo, máximo aprovechamiento de todos los márgenes) también puede ser un distractor y el peor desmotivador. El equilibrio entre las dos posturas es el reto de la creación de documentos informativos y, sobre todo, de obras didácticas, tan sumidas por las últimas tendencias del “libro-con-monitos” (es decir, plagado hasta el cansancio de dibujos, recuadros e ilustraciones).

Escribir bien: de la corrección gramatical al buen libro

¿Qué significa “escribir bien”? Ese es nuestro ideal como escritores, nuestra vigilancia como editores y nuestro anhelo como lectores (leer cosas “bien escritas”), pero pocas veces nos ponemos de acuerdo en qué entendemos por “buen escribir”.

Si nos dicen “escribir”, a secas, posiblemente solo pensemos, al inicio, en la forma más externa del oficio: la gramática. Así, el nivel básico del “buen escribir” (por ser el más atendido históricamente por nuestros docentes de lengua) es el dominio de la tecnología de la escritura: la perfección gramatical, la correcta sintaxis, el uso adecuado de las palabras según su significado, la ortografía, la “buena letra”.

Quienes van más allá de la conceptualización del “buen escribir” entendido como expresión lingüísticamente “correcta” alcanzan el nivel de la estrategia de la escritura, la retórica de la palabra. ¿Para quién escribo? ¿Cómo le entrego la información? ¿En qué contexto comunicativo será leída? ¿Se comprende lo que escribo? El docente de escritura que acompaña al aspirante a escritor desde esta perspectiva intenta ayudarle a comunicarse y expresarse de la mejor manera posible, atendiendo problemas como el orden de las ideas, el exceso de palabrería y la claridad de la exposición.

Finalmente, y solo quienes comprendemos la escritura como un producto total en el que forma y contenido son indiferenciables, hay que considerar el “qué se escribe”. Aun cuando la gramática sea perfecta y la retórica dé como resultado un texto ameno, claro y bien expuesto, si los contenidos fallan, si el autor pareciera carecer del conocimiento para sustentar sus afirmaciones, si el medio (la escritura) no lleva a contenidos valiosos (el texto), las largas horas de lectura habrán sido un desperdicio miserable de tiempo y de recursos vitales (¿cuántas cosas podría haber estado haciendo o aprendiendo la persona que lee en lugar de malgastar su vida miserablemente en un documento inmerecido?).

En síntesis, ¿cómo reconocemos que un libro, texto, obra o simple documento informativo está bien escrito? Sus contenidos son valiosos, su expresión es clara y su gramática es perfecta. Me atrevo a pensar que nuestra prioridad de valoración viene exactamente en ese orden y que somos capaces de perdonar deslices en la expresión y alguna que otra falta de ortografía si los contenidos lo valen; no ocurre, en cambio, a la inversa. Para mí, esa es la esencia de la buena escritura; ¿y para usted?

lunes, 12 de octubre de 2009

El nuevo libro electrónico y los materiales didácticos

Para que podamos hablar verdaderamente de libro electrónico, es indispensable hablar de la confluencia de tecnologías: dispositivos de lectura adaptados al nuevo producto (y productos textuales adaptables a los dispositivos), tecnologías del video (como las promovidas desde hace unos años por sitios como Youtube), tecnologías del diseño gráfico (desde el lenguaje post-script hasta el PDF)... Cada uno de estos avances es, en su origen, independiente de todos los demás; su combinación, en cambio, es la cuna de lo que será el libro electrónico de la próxima década.
Algunos experimentos creativos e ingeniosos ya se están viendo, bajo el concepto de “libros híbridos”, como lo reporta el New York Times. La casa editorial Simon & Schuster, por ejemplo, está experimentando con los vooks (¿podríamos traducirlo como “livros”?), textos en los que se insertan videos visibles desde dispositivos de lectura tales como el iPhone y el iPod Touch.
La potencialidad de los vooks se hace visible en sus ejemplos: un libro sobre el tema de la buena condición física y la dieta que incluye videos con la manera de realizar algunos de los ejercicios físicos sugeridos.
¿Cuáles son las posibilidades de esta clase de híbrido para obras didácticas, especialmente en el contexto del autoaprendizaje y la enseñanza a distancia? Con videos cortos, puntuales, bien realizados, que estén ahí, junto al texto leído, podrían ser una muy atractiva y eficiente solución de enseñanza de contenidos en gran cantidad de asignaturas. Pensemos, por ejemplo, en procedimientos de laboratorio, técnicas de agricultura o cualquier ingeniería. Incluso es posible imaginar un libro de cocina que incluya, junto a la receta y la fotografía final de la comida servida, un video corto sobre la manera de cortar tal o cual ingrediente o cualquiera de los procedimientos más complejos ahí descritos.
El nuevo libro de texto electrónico no puede plantearse sin un examen cuidadoso de la tecnología. ¿Cuál será el dispositivo de lectura más exitoso? ¿Cómo resolveremos el diseño gráfico de los libros para tales dispositivos? ¿Cuáles límites y usos les daremos a los recursos complementarios de audio, video y tecnologías táctiles? Aunque algunas de estas preguntas solo podrán responderse con la paciente observación del desarrollo de las tecnologías del libro, ya podemos comenzar a imaginar el futuro no tan lejano de los materiales didácticos de la educación a distancia de la primera mitad del siglo XXI.
Gracias a Gustavo Naranjo por remitir el artículo del New York Times, "Curling up with Hybrid Books, Video Included", escrito por Motoko Rich y publicado el 30 de setiembre de 2009.

El libro electrónico como nuevo género

La clasificación de las obras literarias es un vicio de antaño en la historiografía de la literatura y, sin embargo, también está sujeto al vaivén de la moda. Tenemos las clasificaciones básicas, basadas en el tipo de lenguaje, estructuras narrativas internas e incluso tipos de contenidos de una obra: ficción y vida real; poesía y narrativa; cuento, novela y teatro... Por encima de estas categorías, aparecen los géneros estéticos, a veces impuestos por los críticos, a veces elegidos por los propios escritores: naturalismo, realismo, regionalismo romanticismo, surrealismo, nueva novela...

La moda en nuestros días obvia todos los aspectos que antes eran considerados centrales (lenguaje, estructura, ideologías, propósitos) y se centra en nuevos métodos de clasificación basados en la forma. Ahora se habla de literatura electrónica como un género por derecho propio. Se diferencia de la literatura tradicional vertida a formatos electrónicos en su manera de ser escrita, publicada e internamente estructurada. Así, ahora aparecen los conceptos de blognovela, wikinovela, hipernovela, webnovela y, desde luego, la novedad del momento: la novela colectiva. Así puede verse ya en el recién abierto Portal de Literatura Electrónica del Instituto Cervantes, que, en su intento por conservar una producción ligada a la vida efímera e insustancial de la web, se convierte, por rebote, en legitimador de estos nuevos modos de escritura.

A las clasificaciones del Instituto Cervantes cabría, con todo derecho, agregar los fanfic, obras que transitan en el límite de la lectura y la escritura, casi siempre publicadas por entregas entre círculos de lectores web (foros, blogs, portales de fanfic) y originados, sin excepción, por la lectura de mundos y personajes de los que el lector no logra desprenderse al finalizar la última página.

No sabemos durante cuánto tiempo más nos seguirá deslumbrando la “nueva tecnología” en su novedosa manera de crear, entregar y acceder la forma externa del texto. El solo reconocimiento de la existencia de sus posibilidades abre preguntas: ¿Tendrá (o ya lo ha tenido) éxito real y documentable entre los lectores (y entre cuáles)? ¿Cuántas personas acceden realmente a la lectura de estos textos (no cuántas pueden acceder, sino cuántas, en efecto lo hacen)? ¿Hay una diferencia significativa en la experiencia de lectura? ¿Cómo inciden las propias tecnologías de la hipervinculación y la fragmentación el proceso de lectura? ¿Hay ámbitos de escritura no literarios que podrían beneficiarse, acaso con más éxito, de estas posibilidades?

Mis experiencias personales reales con la lectura de textos hipervinculados han sido lo suficientemente desastrosas (a pesar de mi entusiasmo) como para mantener alerta mi escepticismo; pero eso es, quizás, porque los diseñadores de los materiales web de lectura no los ensamblan con mentalidad de lectores y no se imaginan los problemas y necesidades que tales materiales plantean, para aspectos tan sencillos y fundamentales como mantener la continuidad de la lectura, dar cuenta de cuánto se ha leído y, lo más básico, retomar la lectura luego de haberla interrumpido. La ventaja de la web es, a menudo, su propia maldición: la libertad del hipervínculo a veces lo hace irrecuperable fuera del instante mismo en que ha sido encontrado.

martes, 6 de octubre de 2009

El códice: una tecnología del libro

Hablar de “nuevas tecnologías” es una moda de nuestros tiempos modernos. A pesar de la antigüedad de la palabra tecnología, ya nuestro imaginario está muy viciado. Le anteponemos el “nueva” y, de repente, nuestra mente ve pantallas luminosas y toda suerte de aparatos electrónicos. Nuestra imaginación se ha quedado varada en la ilusión de la era digital y obnubila una memoria colectiva más antigua, de innovaciones que se remontan al primer homínido que le encontró un uso inteligente a los huesos roídos de la carroña. Y esto era tecnología y, para la época, muy novedosa, aunque no usara baterías ni tuviera código binario.

Las tecnologías del libro mutaron muchas veces antes de alcanzar su forma moderna. El códice fue quizás la más exitosa de esas mutaciones. El concepto fue revolucionario: las páginas dobladas (y luego cortadas) en forma rectangular permitían saltar hasta cualquier parte del texto, sin obligar a una lectura estrictamente lineal o integral; era portátil (se podía llevar atado al cinto o en una pequeña bolsa); era más fácil de almacenar y se podía leer en soledad. La era de la imprenta además introdujo la posibilidad de reproducir cientos, luego miles de copias de un ejemplar único y, con ello, el libro “literalizó” la cotidianidad.

Todavía hoy, el códice tradicional de papel se resiste a desaparecer por tratarse de una tecnología llena de ventajas: no emite gases contaminantes, no requiere de una fuente de energía para funcionar, es posible hacer marcas a voluntad y recuperar lo leído en cualquier momento, se puede comparar sin problemas un libro con otro y hasta pasar de mano en mano sin costo adicional.

Otras ventajas técnicas: su licencia de uso es vitalicia (o al menos, vitalicia en relación con la existencia útil del libro que, a menudo, excede por mucho el periodo vital de sus primeros compradores), no está limitada a un número finito de usuarios, sobrevive los vertiginosos cambios tecnológicos de la era electrónica (en otras palabras, no es necesario pasar de formatos obsoletos a los nuevos programas de lectura de textos) y tienta poco a los ladrones callejeros, deslumbrados y distraídos por los teléfonos de última generación y las computadoras portátiles.

Los detractores del añejo códice arguyen los problemas de almacenamiento físico, la destrucción de árboles para la producción de celulosa, la contaminación producida por la industria de papel y los altos costos ambientales y monetarios del traslado de un libro desde el lugar en que se imprime hasta las manos de su lector final. Es el costo de la producción física frente a la efímera existencia electrónica, a la merced del cambio permanente y de la inmanifestación material; una industria que tampoco es inocente en su cuota de destrucción medioambiental.

Aun cuando intuyamos que la sustitución del códice de papel es inminente, vale la pena darle su justo lugar en la historia humana como la tecnología que realmente es. La era electrónica apenas ocupa parte del último siglo de la evolución humana; el códice, en cambio, ya tiene dos milenios entre nosotros y, por ahora, sigue estando aquí, sin señas claras de desaparecer pronto.

viernes, 2 de octubre de 2009

El mejor diseñador de libros: el lector

Algunos libros que discuten el diseño de libros (¿acaso podríamos denominarlos metalibros?), se focalizan en el libro estéticamente bello o novedoso, las joyitas hechas por diseñadores para otros diseñadores, el libro-arte o el libro de lujo, deliberadamente inundado de blancos en sus páginas de gran formato, a todo color y en papel cuché.

Pocos manuales tienen la simpleza de centrarse en lo básico: el diseño cuya finalidad no son la fanfarria y el ruido visual, sino la lectura, simple y llana como es. Si el lector ha sido capaz de leer a gusto, centrándose en el texto, sin encontrar escollo alguno entre el signo gráfico y el signo que recrea en su mente, el diseño ha tenido el mayor de los éxitos. Se ha vuelto invisible por ser eficaz, por no hacerse notar, por haberse logrado la fusión alquímica indisoluble entre forma y contenido.

Con esa premisa, afirma Richard Hendel en su obra On Book Design:

El diseño de libros es diferente de todos los otros tipos de diseño gráfico. El verdadero trabajo de un diseñador de libros no es hacer que las cosas se vean agradables, diferentes o bonitas. Es encontrar cómo poner una letra junto a la otra de tal manera que las palabras del autor parezcan levantar la página. El diseño de libros no deleita por su propia astucia; se hace al servicio de las palabras. El buen diseño de libros solo pueden hacerlo las personas que leen: aquellos quienes se toman el tiempo para ver qué ocurre cuando las palabras se vierten en caracteres (1998: 3).

La difícil/placentera labor de escribir

William Zinsser (1922) es un escritor, editor y profesor de la Universidad de Yale y la Universidad de Columbia. Ha publicado casi una veintena de libros y gran cantidad de artículos en las revistas de mayor circulación. Su obra On Writing Well (Acerca de escribir bien) destaca entre múltiples manuales sobre cómo escribir por ser un excelente ejemplo de aquellos principios que promueve: simplicidad, economía, claridad y humanidad.

On Writing Well es una lectura indispensable para editores y escritores, particularmente si se especializan en textos no ficcionales, como el periodismo, el ensayo, la crónica y la autobiografía.

Sin duda, en este blog regresaremos más adelante sobre algunos de los consejos de Zinsser. Para leerle en sus propias palabras, a continuación incluimos la traducción de un extracto del capítulo 1 de su obra On Writing Well, titulado “The Transaction”.

Hace algunos años fui invitado a una escuela en Connecticut, para hablar sobre la escritura como vocación. Cuando llegué, descubrí que otro conferencista, a quien llamaré el doctor Brock, también iba a participar. Era un cirujano que recientemente había comenzado a escribir y había vendido algunas historias a revistas. Iba a hablar sobre la escritura como diversión. Así, la conferencia se convirtió en un panel, y ambos nos sentamos frente a una multitud de estudiantes, docentes y padres, todos deseosos de conocer los secretos de nuestro glamoroso trabajo.

El doctor Brock iba vestido con una chaqueta rojo brillante, tenía una apariencia ligeramente bohemia, como se supone que se ven los autores, y la primera pregunta se la hicieron a él. ¿Cómo era ser un escritor?

Respondió que era increíblemente divertido. Al llegar a casa, después de un arduo día en el hospital, iba directamente hasta su cuaderno amarillo y se relajaba escribiendo. Las palabras simplemente fluían. Era muy fácil. Luego, yo dije que la escritura no era fácil ni era divertida. Era difícil y solitaria, y que las palabras rara vez salían solas.

Después, al doctor Brock le preguntaron si era importante reescribir. Absolutamente no, respondió. “Deje que todo salga”, nos dijo, y cualquiera que sea la forma que tomaran las oraciones reflejará al escritor con la mayor naturalidad. Luego, yo dije que la reescritura es la esencia de la escritura. Señalé que los escritores profesionales reescriben sus oraciones una y otra vez, y luego reescriben lo que han reescrito.

“¿Qué hace en los días en que la escritura no fluye tan bien?”, le preguntaron al doctor Brock. Dijo que simplemente dejaba de escribir, hacía el trabajo a un lado y lo dejaba para otro día en que se sintiera mejor. Luego, yo dije que el escritor profesional debe establecer un programa diario de trabajo y apegarse a él. Dije que escribir es un oficio, no un arte, y que la persona que huye de su oficio porque le falta la inspiración se está engañando a sí misma. Además, quedará en quiebra.

“¿Qué pasa si se siente deprimido o triste?”, preguntó un estudiante. “¿No afectará eso su escritura?”

Probablemente sí, respondió el doctor Brock. Salga a pescar, dé una vuelta. Probablemente no, dije yo. Si el trabajo de uno es escribir todos los días, se aprende a hacerlo como cualquier otro trabajo.

[…]

Así prosiguió la mañana, y fue una revelación para todos nosotros. Al final, el doctor Brock me dijo que mis respuestas le habían llamado muchísimo la atención; jamás se le había ocurrido que escribir pudiera ser difícil. Le dije que yo estaba igualmente interesado en sus respuestas; jamás se me había ocurrido que escribir fuera fácil. A lo mejor necesitaba hacerme cirujano de medio tiempo.

En cuanto a los estudiantes, cualquiera habría pensado que los dejamos confundidos. Pero, de hecho, les dimos una visión más amplia sobre el proceso de escritura que si solo uno de nosotros hubiese hablado; puesto que no existe ninguna manera “correcta” de realizar un trabajo tan personal. Hay muchas clases de escritores y toda clase de métodos, y cualquier método que le sirva a uno a decir lo que quiere decir, es el mejor método para uno. Algunas personas escriben de día, otras de noche. Hay quienes necesitan silencio, otros encienden la radio. Algunos escriben a mano, otros utilizan un procesador de texto, y otros le hablan en voz alta a una grabadora. Hay quienes escriben su primer borrador de una sola vez y luego revisan; otros no pueden escribir el segundo párrafo hasta que hayan trabajado interminablemente el primero.

[…]

En última instancia, el producto que cualquier escritor debe vender no es el tema del que escribe, sino quien es él o ella. A menudo me encuentro a mí mismo leyendo con interés sobre un tema que jamás me habría interesado, alguna investigación científica, por ejemplo. Lo que me atrapa es el entusiasmo del escritor por su campo. ¿Cómo le atrajo el tema? ¿Qué carga emocional le ha impreso? ¿Cómo cambió su vida? No es necesario querer pasar un año en soledad en el desierto para dejarse capturar por la obra de un autor que lo hizo.

Este es el valor personal que es la esencia de la buena escritura no ficcional. De ahí se derivan dos de las cualidades más importantes que este libro procura buscar: humanidad y calidez. La buena escritura tiene una vitalidad que mantiene al lector leyendo de un párrafo al siguiente, y no es cuestión de usar trucos para “personalizar” al autor. Es cuestión de usar la lengua de una manera tal que logre la mayor claridad y fuerza.

¿Pueden enseñarse tales principios? Probablemente no, pero en su mayor parte, pueden ser aprendidos.

Fuente: Traducido y adaptado de Zinsser, William. (2001). On Writing Well. 6.ª ed. New York, NY: Harper Collins, pp. 3-4. [Trad. de Jacqueline Murillo, revisada por Javier André Orlich, para este blog].